La tarde del 13 de junio de 1989 la charla con Matilde se unió al crepitar de la cocina de hierro, el mate y la luz que entró por la ventana de la cocina. Suavemente los recuerdos de Matildita, como cariñosamente la llamada, se deslizaron como cascada fresca y perfumada para llevarnos a otros tiempos. Y fue así que con su mirada brillando de una manera especial llegamos a 1940, exactamente al paraje de Toro Muerto, allí donde ella vivía, muy cerquita de Salsacate.
Con voz suave y serena la historia se convirtió en un manantial de saberes.
Sesenta años atrás asistían a la escuela que allí funcionaba, niños de Pitoa y por supuesto de Toro Muerto. Recuerdo que eran como 15. La gente trabajaba en el campo criando cabras y ovejas, los que después vendían. Se sembraba maíz para consumo propio. En la actualidad (1989) en Pitoa no queda nadie, y en Toro Muerto dos familias. Llegó un momento que la escuela fue cerrada por falta de alumnos.
Recuerdo que la Señora Luisa Moreno de Zamora hilaba y hacía tejidos en telar y bastidores. Confeccionaba alfombras, cubrecamas, alforjas, caronillas de colores vistosos. Compraba algunas tintas por onza y el resto de los colores los fabricaba con plantas de la zona. La producción fue vendida a la Zamorana, un negocio de Mina Clavero.
El agua era sacada a través de un pozo de balde instalado en Toro Muerto; e n cambio en Pitoa llevaban agua del arroyo. Utilizaban tachos de 20 litros que los colocaban a los costados del lomo de los burros. Los llenaban y para que no se volcara el agua mientras recorrían el camino hasta las casas, les ponían una rama de pichana.
Para iluminarse usaban mecheros. Los construían con una botella y un carretel de madera para después atravesar un trapito de algodón por un cañito que se hundía en el querosén. También se fabricaban velas de sebo, es decir con grasa de vaca. Para ello vertieron en hilos piolines la grasa derretida con una cuchara. La dejaban enfriar y así continuaban hasta darle el grosor deseado. También las hacían con cera de abeja silvestre que buscaban en los huecos de las piedras, árboles, especialmente quebrachos. Para sacarla era toda una aventura porque hacían humo con la intención de espantarlas. No había colmenas sino que aprovechaban lo que la naturaleza les daba.
Hubo un tiempo en que escaseó el jabón, pero como los fabricaban en los hogares la situación no fue muy problemática. ¿Cómo lo hacían? colocaban grasa de vaca, burro o chancho en agua con soda caustica y la hacian hervir. La dejaban enfriar y luego la cortaban en barra. Este jabon era utilizado para lavar la ropa, la cabeza y los baños.
También fabricaban lavandina o como se decía en esos tiempos “lejía de ceniza”. Ponían medio balde de agua y le agregaban cenizas. Se lo dejaba en reposo de un día para el otro. De este modo simple usaban el agua obtenida para blanquear la ropa. Lavaban en batea de madera. Las conseguían en Ninalquín donde había un señor que las construía, no recuerdo su nombre.
Se usaba para cocinar un fogón. En la misma cocina se hacia una pared de ladrillos en una esquina, colocaban dos hierros cruzados y encima la olla de hierro. Era común comidas como puchero, locro, mote (maíz hervido). En este último ponían a hervir el maíz entero hasta que quedó blando, después se lo agregó a la sopa o leche. En esos tiempos la papa poco se usaba, pues no la sembraban y era muy dificil de conseguir.
Las tardes eran tranquilas. Venían verduleros de vez en cuando por lo que no se consumía muchas verduras. En las huertas familiares sembraban acelga y cebolla. No se conocía el perejil.
Semanalmente cada familia carneaba un animal y era costumbre prestarse la carne una vez faenada para reponerla en el próximo carneo, es decir que iban rotando. Cuando carneaban un animal lo charqueaban íntegro y lo colgaban de una soga para secarlo. Las loras se aprendieron de los charquis, entonces chicos y grandes salían con piedras y hondas corriendo por el patio para espantarlas, es decir "correr las loras".
Esa carne, la del charqui, la asaban y después molían para hacer “sastaca” o “charquicán”. Después freían cebolla con ají o pimienta, le agregaban el charqui molido y agua, y al hervir un poquito de harina. Era una comida de todos los días.
Los caminos eran de tierra y presentaban muchos guadales haciéndose casi imposible transitar en tiempos de lluvias. Se vieron muchos burros porque no todos tenían caballos. Los corrales los construían con las piedras del lugar.Solo dos familias: García y la otra no tienen recuerdo sulkys.
Transitaba un ómnibus que transportaba de todo: carne, verdura, cabritos, cartas, además de las personas. Era inmensa. A la salida de la escuela pasaba hacia Salsacate, entonces los niños se ponían contentos porque los transportaba desde Toro Muerto a Pitoa.
Para el 9 de julio los llevaban en ese ómnibus hasta Salsacate (ida y vuelta) a niños y maestra. En la casa de la maestra los peinaban. A las chicas les ponían en el cabello moños de cintas de raso ancho, color celeste y con sus guardapolvos blancos.
En la escuela les daban guardapolvos, calzados y útiles. En esa época se usaban zapatos prendidos al costado, marrones, jumper gris tablado con tricota con cuello alto.
¡Y cómo no recordar las fiestas de aquellos tiempos!
Para los casamientos exclusivamente se hacían empanadas y estofado de pelones. Es un estofado común, sin papas y con pelones. Usaban las ollas grandes de hierro. Para estas oportunidades todos participaban, no se servía tortas pero las fiestas eran regadas con vino y pan casero.
Era como procesión donde los novios iban al frente. La novia con su traje blanco en montura para señora, y al lado el novio en su caballo. Tiraban cuetes y gritaban ¡Viva los novios! Los padrinos y padres detrás de formando el cortejo. Al volver ingresaban a la fiesta donde bailaban hasta el amanecer. Recuerdo que mi abuelita Jacinta Altamirano de Molina era contratada especialmente para hacer el estofado.
Las fiestas navideñas eran como un día más.
Las muñecas eran de trapo. Las niñas les hacíamos los vestidos y gracias a estos juegos aprendí a coser.
Con el paso del tiempo la gente se fue yendo hacia otros lugares.
Y así terminó la tarde de aquel 1989, con el sabor de los mates dulces y el aroma de la leña que crepitaba en la cocina de hierro.
Matildita con su delantal infaltable. Don Mario llegando después de trabajar en su quinta para sentarse en la cabecera de la mesa de la cocina y deleitarse con tantas historias que hoy duermen en las paredes del antiguo Hospedaje de Don Mario.
Desde la distancia y el paso del tiempo… Gracias a los dos por tantos conocimientos y cariño ofrecidos en un abrazo, en una sonrisa.